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jueves, 8 de septiembre de 2011

Apuros en Nueva York

Hay situaciones que no son frecuentes en Nueva York. Como escuchar los sonidos de unas campanas de iglesia. Existen, sí, pero no son habituales en el bullicio de la ciudad.
Para conveniencia de los que aún duermen o de los no creyentes, no es usual oírlas retumbar, ni tampoco escuchar las grabaciones que se tienen de las mismas.
Es posible también, que habiendo tantas cosas por hacer en Nueva York, haya cundido el olvido conveniente de no impulsar el badajo contra el metal o de reproducir siquiera el cd con la grabación de los tañidos por parte de los encargados de brindar esos servicios.
No importa mucho ello; la ciudad despierta y se mueve igual, al sonido de otra cadencia menos bulliciosa, pero mucho más frenética que la acompaña.
El corazón del neoyorkino late a mil cuando sale de su casa para enrumbar al trabajo, yerran los que creen que vivir en la ciudad sea solo una carrera de cien metros.
En lo que aciertan, es en lo referente a la mínima velocidad necesitada para la vida, pero ya se van equivocando (y mucho) con respecto a la pequeña distancia asignada a la misma.
Aquí estás sentenciado a que te duela el bazo, estés en forma o no, de que te duela, así hayas ayunado unas cuantas horas antes de salir.

Hay una tensión distinta en el ambiente. La lluvia asoma presurosa desde lo más alto, pero son los rayos surgidos en tierra los que causan los mayores estragos entre los tenistas.
El ambiente se carga de una peligrosa electricidad, fruto de ese nerviosismo de esperar, reiniciar y finalmente detener los partidos del abierto.
Los jugadores son los que más resienten esto. No hay tiempo siquiera de anunciar con anticipación de que ya deben de salir. Es una orden inmediata. Es un ya, nada más.
Algunos se quejan de que todo pareciera tener el ritmo afiebrado de las galeras romanas. Algunos otros imbuidos del ambiente, son felices afilando sus armas, ya listas para el abordaje del contrario.
Señas de por medio, se da el anuncio de que se juega. La batalla ahora es a tres bandas.

Se han programado tres partidos excepcionales al mismo tiempo, si apuráramos el paso entre canchas, sería como asistir simultáneamente a la misma cantidad de batallas distintas, o como disfrutar de la misma batalla dividida en tres.
Un crítico de arte (de los que abundan por aquí), ágil mentalmente y no tan apurado en lo que es cool, diría que esto es el tríptico de La batalla de San Romano, de Paolo Uccello.
Es como estar en Londres, París y Florencia al mismo tiempo, acotaría sonriendo.
Ya…

Nadal aún no se acomoda al ritmo de Nueva York. Esto del llegar e irse, y luego regresar, no va con él. Lo desconcentra tanto, que sus servicios terminan atacando el propio desarrollo de su juego. Dos dobles faltas en su primer game de saque. Estén seguros que eso es algo que no lo han de ver muy seguido.
Es normal e incluso usual, que el español entre nervioso a los partidos. Ese es su carácter. Pero estos errores puntuales tienen como causa la mala comunicación entre la organización del torneo y él.
Nadal se deja ganar por los yerros de afuera y pierde el rumbo ante Muller en el primer set. Pero este parcial, por ahora, no pasa de ser una simple lluvia. Solo eso.

Aquella lluvia no hace huir a todos los espectadores de la tribuna, enfundados en impermeables y protegidos por paraguas de múltiples colores, los más optimistas se quedan. Aún así, lucen tan empapados, que parecieran nutrias sacando medio cuerpo fuera del agua.
La caseta central del Arthur Ashe se apiada de ellos y les pone la música que tienen a la mano. Aburridos como están, la única diversión que tienen es aplaudir las continuas apariciones de los carritos que secan la cancha. Nada más.
Así esperan hasta la suspensión definitiva de la jornada. Un premio a la persistencia de todos ellos, que seguramente a partir de hoy, odiarán solo un poquito, un poquito nada más, el Singin’ In The Rain de Gene Kelly.

Si hubiera un jugador capaz de llevar agua para su molino ante el desorden que se vive, ese sería Roddick. “Agua para su molino”…el bombardero de Nebraska no está muy seguro de lo que es esto, pero igual, él va con una cubeta muy dispuesto a lo que le digan.
Todo aquello que no tenga que ver con la normalidad, y que asimismo tenga que hacer con lo extraño, con lo inusual, es territorio de “A-Rod”.
Es el origen y fin por el que lucha. Su carta de independencia con la que hace barquitos de papel en el agua.
Ante Ferrer logra un porcentaje de primeros servicios realmente notable y para subrayarlo lo conjuga con cuatro aces en solo dos games al saque.
Es por esto de su decepción cuando le anunciaron la suspensión del partido por la lluvia, él no pensaba en los peligros de jugar en una cancha como aquella, solo divagaba en su mundo, solo buscaba en completar un set que se anunciaba perfecto, solo pensaba en llevar agua para su molino.

Hay una responsabilidad distinta y mayor en lo de Murray hoy. Una seriedad que no debe soslayarse por parte del británico. Juega contra la sorpresa del torneo, contra el nuevo “favorito” de los medios norteamericanos.
Esos mismos medios, que ayer le levantaban la ceja a Young y evitaban seguirle mucho el rastro por problemático, hoy tienen que hacerle la corte. Es que vivimos en Nueva York y hoy paga más del doble el prestarle atención.
Murray tiene que jugar totalmente concentrado y listo a ganar el primer set de arranque, porque sino se le va a poner muy difícil el partido debido al apoyo que va a ir concentrando el norteamericano.
Murray tiene que ganarlo rápido, como si fuera neoyorkino o como si viviera en Nueva York. O por último, como si estuviera pernoctando por una segunda semana consecutiva en la ciudad. A veces con eso basta. A veces.

El ritmo frenético que se vive en el US Open, es el mismo ritmo impuesto a los neoyorkinos desde su nacimiento. El abierto tiene el sello de Nueva York por todos sus costados.
Es miércoles y por fin los turistas pueden entender un poco más y mejor, la locura que significa todo esto, el ambiente enrarecido que alguna vez engendró al hip hop o sirvió de cuna a los Ramones.
El sonido de la guitarra de Johnny Ramone no podría haber salido de otro lugar más que de un barrio neoyorkino. Así de simple.
Mientras un viajero intenta describir todo el cúmulo de sensaciones que va sintiendo desde su llegada a la ciudad y al open, aquel va soltando su rollo a unas velocidades cercanas al hip hop más arcaico, fraseando a unas velocidades que hasta ayer no solían estar allí.
Tal vez el amigo que nos cuenta su estancia, nos esté contando sin querer y sin que se dé cuenta, la excusa perfecta para quedarse por aquí.
Sí, ser neoyorkino es un evento de sangre, pero también está hecho sobre el esfuerzo continuo del inmigrante que llega. Nunca olvidemos eso. Nunca.


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domingo, 4 de septiembre de 2011

Los colores de Nueva York

La bandera de la ciudad de Nueva York celebra el pasado holandés de la ciudad. Aunque no posea el diseño del estandarte de las Provincias Unidas de los Países Bajos, repite o intenta repetir sus colores.
Presente en los edificios de la ciudad y las casas particulares, también se le ha visto aparecer en distintas instancias del Open; no obstante, sin la insistencia de otros pendones que han empezado a poblar algunos campamentos de los participantes.

Una tela que no ha dudado en levantarse en el verano neoyorkino ha sido el de la bandera blanca. Pero no la bandera blanca de la tregua, sino de la rendición, del abandono, del ya no vamos más.
Ocho encuentros han visto el retiro de una de las partes. Por motivos serios o dudosos, los tenistas que han abandonado, levantan desde ya muchas más interrogantes que respuestas sobre sus cabezas.
¿Calendario asesino? ¿Poco profesionalismo? Cualquier pregunta se puede realizar sin hallar un verdadero sentido a las respuestas que obtenemos.
Desde ya, ansiamos el debate que debe abrirse en torno a la cuestión del almanaque tenístico que no deja mayor descanso a los participantes del circuito. Una moledora de carne o una especie de calendario republicano francés, que finalmente quita más de lo que da a favor del trabajador.

Los arces blancos, rojos y de la montaña, los robles españoles, los nogales negros, incluso los abetos entre otros tantos árboles, conforman durante el verano y los primeros días del otoño de Nueva York, un espectáculo difícil de igualar por lo vistoso.
Mahut y Nadal prometían en estos días de septiembre una jornada igual, sino parecida, por los colores y diferencias entre ellos.

“Árboles tan distintos entre sí, producen mejores luces y sombras.”

La fórmula no funcionó en la pista del Arthur Ashe. Un partido común y mediocre por parte de ambos tenistas; siendo el francés, el peor de ambos con diferencia.
Muchos errores no forzados por parte de aquel; un pésimo servicio, que a estas alturas de su carrera no se entiende.
Sin posibilidades de quiebre en todo el partido. Recapitulemos, sin posibilidades el galo de romper el servicio de Nadal en dos sets, porque solo se juegan un par de ellos, solo dos, no más. ¿Árboles en Nueva York? Mahut es un árbol caído en medio de la pista del Arthur Ashe.

John Isner es por su cuenta y riesgo, un árbol gigantesco en medio del verano neoyorkino. ¿Secoya o eucalipto? Eucalipto por supuesto, el norteamericano no podría ser otro. Con un comienzo algo tardío en el tenis profesional debido a su paso por la universidad, el nativo de Carolina del Norte nunca ha podido destacar en uno de los cuatro torneos grandes, más que por su épico partido con Mahut en Wimbledon.
Mientras Mahut está listo a ser convertido en leña, Isner podría por fin echar mejores raíces en el suelo sintético de Flushing Meadows. Como un eucalipto rebelde, que por mucho tiempo se creyó imposible que creciera fuera del Trópico de Capricornio y que hoy en día, sigue su incontenible paso hacia el norte.
El gigante descarga toda la artillería sobre su compatriota Ginepri. Lo acomete desde atrás y no duda de subir también a la red. Mete una veintena de aces y no concede ni una doble falta. Finalmente lo quiebra una vez en cada uno de los tres sets que juegan. Hace exactamente lo que se le pide o lo que él ordena para otros en el campo de juego. Todo es voluntad.
Tal vez algún día nos encontremos a un eucalipto creciendo con esfuerzo entre el asfalto o en medio de una cancha de tenis. De seguro, John Isner sería el primer ejemplar de esa especie en probar aquellos terrenos.

Hay un muchacho que ve la bandera de la ciudad de Nueva York y se siente en casa. Tiene 24 años y una apariencia descuidada. Al frente tiene al conocido Andy Murray, tan descuidado como él y que cuenta también con la misma edad.
Recuerdo al año 87 como un buen año. Para los vinos en cambio, fue un año mediocre. No tan malo como el 84, pero nunca tan bueno como lo dos años que lo precedieron o los otros tres que lo sucedieron.
¿Y para el whisky? Excelente cosecha, nacía Andy Murray. El escocés a diferencia de su rival, despuntaba muy temprano en el circuito tenístico. Se hacía estrella muy pronto. ¿Su problema? La consistencia de su juego, porque naturalidad es la que le sobra.
¿Qué se bebe en Holanda? Cerveza y ginebra por supuesto. Los tercios en Flandes sufren ante el “coraje holandés” y aquel proviene de la bebida flamenca.
Haase, que es el apellido del muchacho desgarbado, lo tiene a mal traer en los primeros dos sets a Murray. En la primera manga lo iguala en lo suficiente y se diferencia de aquel en lo escaso…la tranquilidad. Así lo supera en el tie break.
No necesita ninguna ayuda de afuera, su coraje viene de adentro. Lo atraviesa al británico con una lanza que alguien le presta de afuera. El imperio se tambalea y pierde el segundo set.
Murray entonces vuelve desde más allá del posible desastre. Rearma la armada y conquista las siguientes dos mangas para sus colores. En el último set la lucha es más pareja, pero igual gana el británico. La bandera de Nueva York se queda tal como es, casi holandesa, pero el idioma que se habla aquí y que incluso también Haase domina un poco más después de hoy, es el de Andy Murray. ¿Inglés? ¿Gaélico? ¿Escocés? No, el propio y único dialecto de Andy Murray es el que predomina.

Alex Bogomolov Jr. tiene el mejor año de su carrera a los 28 años. En una galopada fulgurante ha remontado más de 120 posiciones en lo que va del 2011. Sin lesiones a la vista, el estadounidense tiene un segundo aire que parece haber buscado durante toda la segunda parte de su carrera.
Nadie lo detiene aún lo suficiente. Ha ganado y perdido durante todo el año, lo que le ha impedido de triunfar en un torneo hasta el día de hoy. Pero cada vez que ha caído, lo ha hecho con la suficiente entereza de mantener su confianza al tope, es por eso que su impulso hacia adelante lo continúa llevando a mejores posiciones.
Hoy se encarga de vencer al brasileño Rogerio Dutra. Lo hace en sets corridos. Nada más allá del esfuerzo que se espera de un tenista, solo un poco mejor que su contrincante. Esa sería la definición perfecta de su juego, solo un poco mejor que sus contrincantes.
Más vivo y con más color. Ese pequeño esfuerzo ha probado ser lo mejor para su desempeño en el cuadro donde le ha tocado jugar. Ese poco, a veces es suficiente y casi siempre necesario. El pelirrojo ya lo sabe.

Andy Roddick depende como pocos jugadores de lo bien que sirva durante el partido. Si la mayoría de jugadores ven al servicio como la base de su juego. Para Roddick el saque no es solo la base, sino casi todo el edificio de su tenis.
Contra Sock no hace demasiado alarde de su servicio. Aquel es importante, más no decisivo. Lo ayuda a ponerse a punto del tiro ganador y de forzar el error del contrario. Es allí donde el nuevo “bombardero” está teniendo sus mayores éxitos.
¿Veremos un Roddick híbrido y con traje de otro color en lo que resta del torneo? Tal vez, una sorpresa positiva como aquella no le haría nada mal al torneo que está sufriendo de la carencia de partidos excepcionales. Hay más retiros que regresos en esto del tenis. Esperamos el retorno del viejo Andy o del nuevo Roddick, cualquiera de los dos será suficiente. ¡Dale bombardero!


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